Elogio del caminar
David Le Breton
(Traducción del
francés de Hugo Castignani)
Aquel cuyo espíritu está en reposo posee
todas las riquezas. ¿Acaso no es igual que
aquel cuyo pie está encerrado
en un zapato y camina
como si toda la superficie de la Tierra
estuviera recubierta de cuero?
Henry-David Thoreau
Umbral del camino
Cuando revivo dinámicamente el camino que «escalaba» la colina, estoy
seguro de que el camino mismo tenía músculos, contramúsculos. En mi cuarto
parisiense, el recuerdo de aquel sendero me sirve de ejercicio. Al escribir
esta página me siento liberado del deber de dar un paseo; estoy
seguro de que he salido de
casa.
Gaston Bachelard, La poética del espacio
El caminar es una apertura al mundo. Restituye en el
hombre el feliz sentimiento de su existencia. Lo sumerge en una forma activa de
meditación que requiere una sensorialidad plena. A veces, uno vuelve de la
caminata transformado, más inclinado a disfrutar del tiempo que a someterse a
la urgencia que prevalece en nuestras existencias contemporáneas. Caminar es
vivir el cuerpo, provisional o indefinidamente. Recurrir al bosque, a las rutas
o a los senderos, no nos exime de nuestra responsabilidad, cada vez mayor, con
los desórdenes del mundo, pero nos permite recobrar el aliento, aguzar los
sentidos, renovar la curiosidad. El caminar es a menudo un rodeo para
reencontrarse con uno mismo. La facultad propiamente humana de dar sentido al
mundo, de moverse en él comprendiéndolo y compartiéndolo con los otros, nació
cuando el animal humano, hace millones de años, se puso en pie. La
verticalización y la integración del andar bípedo favorecieron la liberación de
las manos y de la cara. La disponibilidad de miles de movimientos nuevos amplió
hasta el infinito la capacidad de comunicación y el margen de maniobra del
hombre con
su entorno, y contribuyó al desarrollo de su cerebro. La especie humana
comienza por los pies, nos dice Leroi-Gourhan (1982, 168)(1), aunque la mayoría de
nuestros contemporáneos lo olvide y piense que el hombre desciende simplemente
del automóvil. Desde el neolítico, el hombre tiene el mismo cuerpo, las mismas
potencialidades físicas, la misma fuerza de resistencia frente a los
fluctuantes datos de su entorno. La arrogancia de nuestras sociedades podrá ser
criticada como se merece, pero lo cierto es que disponemos de las mismas
aptitudes que el hombre de Neandertal. Durante milenios, los hombres han
caminado para llegar de un lugar a otro, y todavía es así en la mayor parte del
planeta. se han desvivido en la producción cotidiana de los bienes necesarios
para su existencia, en un cuerpo a cuerpo con el mundo.
Seguramente,
nunca se ha utilizado tan poco la movilidad, la resistencia física individual,
como en nuestras sociedades contemporáneas. La energía propiamente humana,
surgida de la voluntad y de los más elementales recursos del cuerpo (caminar,
correr, nadar...), hoy raramente es requerida en el curso de la vida cotidiana,
en nuestra relación con el trabajo, los desplazamientos, etc.
Ya
prácticamente nunca nos bañamos en los ríos, como todavía era común en los años sesenta, excepto en los escasos lugares
autorizados; ni tampoco utilizamos
la bicicleta (a no ser de una forma casi militante, y no exenta de peligro),
y menos aún las piernas, para ir al trabajo o llevar a cabo nuestras tareas
cotidianas. A pesar de los colapsos urbanos y las innumerables tragedias
cotidianas que provoca, el coche es hoy el rey de nuestra vida diaria, y ha
hecho del cuerpo algo superfluo para millones de nuestros contemporáneos. La
condición humana ha devenido condición sentada o inmóvil, ayudada por un
sinnúmero de prótesis. No es pues de extrañar que el cuerpo sea percibido hoy
como una anomalía, como un esbozo que debe ser rectificado y que algunos
incluso sueñan con eliminar (Le Breton, 1999). La actividad individual consume más energía nerviosa que física. El
cuerpo es un resto sobrante contra el que choca la modernidad y que se nos hace
todavía más difícil de asumir a medida que se restringe el conjunto de sus
actividades en el entorno. Esta desaparición progresiva merma la visión que el
hombre tiene del mundo, limita su campo de acción sobre lo real, disminuye su
sentimiento de consistencia del yo y debilita su conocimiento de las cosas, a
no ser que se frene la erosión del yo mediante ciertas actividades de
compensación. Los pies sirven sobre todo para conducir un automóvil o para
sostener en pie momentáneamente al peatón en el ascensor o en la acera,
transformando así a la mayoría de sus usuarios en unos seres inválidos cuyo
cuerpo apenas sirve para algo más que arruinarles la vida. Por lo demás, y
debido a su infrautilización, los pies son a menudo un estorbo que podría
guardarse sin problemas en una maleta. Roland Barthes señalaba ya en los años
cincuenta que «es posible que caminar sea mitológicamente el gesto más trivial
y por lo tanto el más humano. Todo ensueño, toda imagen ideal, toda promoción
social, suprime en primer lugar las piernas; ya sea a través del retrato o del
automóvil» (Barthes, 2005, 26). En francés, de hecho,
suele decirse de alguien muy ingenuo que es «tan tonto como sus pies»(2).
Las aplicaciones informáticas proponen incluso paseos
virtuales más minimalistas todavía que el de Xavier de Maistre por su
habitación. Los usuarios de tan incorpóreas caminatas permanecen sentados,
inmóviles ante su ordenador. La pantalla funciona como una televisión de cuya
programación tienen el control (relativo). El fuego crepita en la chimenea, han
buscado albergue en un refugio, la mesa está cubierta de fotografías de la
próxima excursión, han desplegado un mapa, los prismáticos descansan en una
silla. Se desgranan las señales para hacer creíble este recorrido descarnado.
Haciendo clic en el sitio adecuado, las fotografías desvelan su contenido con
más precisión, cobran vida y muestran todo lo que hay que ver en el trayecto.
Otro clic y la puerta se abre, un sendero aparece, unos pájaros levantan el
vuelo.
Un
movimiento del ratón proporciona información acerca de su nombre, sus
costumbres.
Caminar,
en el contexto del mundo contemporáneo, podría suponer una forma de nostalgia o
de resistencia. Los senderistas, por ejemplo, son individuos singulares que
aceptan pasar horas o días fuera de su automóvil para aventurarse corporalmente
en la desnudez del mundo. La marcha es entonces el triunfo del cuerpo, con
tonalidades diferentes según el grado de libertad del senderista. Es asimismo
propicia al desarrollo de una filosofía elemental de la existencia basada en
una serie de pequeñas cosas; conduce durante un instante a que el viajero se
interrogue acerca de sí mismo, acerca de su relación con la naturaleza o con
los otros, a que medite, también, sobre un buen número de cuestiones
inesperadas. El vagar parece un anacronismo en un mundo en el que reina el
hombre apresurado –disfrute del tiempo, del lugar, la marcha es una huida, una
forma de darle esquinazo a la modernidad.
Un
atajo en el ritmo desenfrenado de nuestras vidas, una manera adecuada de
tomar distancia.
Sin
embargo, nuestros pies no tienen raíces, al contrario, están hechos para
moverse. Si bien caminar ya no es considerado por la práctica totalidad de
nuestros contemporáneos (en las sociedades occidentales) como un medio de
transporte, incluso para los trayectos más elementales que se puedan concebir,
triunfa, pese a todo, como actividad de recreo, afirmación de uno mismo, en
busca de la tranquilidad, del silencio, del contacto con la naturaleza: rutas, trekkings,
popularidad de los clubes de senderismo, de los antiguos caminos de
peregrinación, especialmente el de Santiago, recuperación del paseo, etc.
A
veces estas excursiones están organizadas por una agencia de viajes, pero lo
más corriente es que los caminantes se lancen solos, con un mapa en la mano, a
los caminos. Algunos caminan unas pocas horas en el fin de semana o en sus
ratos libres, otros –entre uno y dos millones en Francia– preparan rutas de
varios días, durmiendo en refugios o albergues entre etapa y etapa.
La
manera en que se denigra masivamente el caminar en su uso cotidiano y su
revalorización paralela como instrumento de ocio son hechos que revelan el
estatuto del cuerpo en nuestra sociedad. El vagabundeo, tan poco tolerado
en nuestras sociedades como el silencio, se opone así a las poderosas
exigencias del rendimiento, de la urgencia y de la disponibilidad absoluta en el
trabajo o para los demás (convertida, con la aparición del teléfono móvil, en
una caricatura).
No he querido escribir una enciclopedia del caminar,
ni un modo de empleo, ni un estudio antropológico. Además de las
manifestaciones, que son ya un rito habitual de la queja social, existen otros
tipos de marcha como forma de protesta cuando un oponente político recorre a
pie largos trayectos haciendo tambalear el mundo a su paso a imagen de Gandhi o
Mao (Rauch, 1997). También están las
andanzas del joven que huye de estación en estación (Chobeaux, 1996) o el penoso deambular de
las personas sin techo. Pero los caminos no son los mismos; unos y otros
serpentean en dimensiones distintas del mundo y hay pocas posibilidades de que
se crucen. Mi intención es más bien hablar acerca de ese caminar consentido que
se hace con placer en el corazón, ese que invita al encuentro, a la
conversación, al disfrute del tiempo, a la libertad de detenerse o de continuar
el camino. Una invitación al placer y no guía para hacer las cosas
correctamente. El goce tranquilo de pensar y de caminar.
En
este libro, la sensorialidad y el disfrute del mundo están en el centro de la
escritura y de la reflexión. He querido darme a la fuga a la vez por la
escritura y por los caminos ya abiertos por otros. Y si este libro mezcla en
las mismas páginas a Pierre Sansot con Patrick Leigh Fermor, o hace dialogar a
Basho con Stevenson, lo hace sin intención de rigor histórico alguno, pues el
objetivo no es ése: se trata únicamente de caminar juntos e intercambiar
nuestras impresiones como si estuviéramos alrededor de una buena mesa en un
albergue del camino, de noche, cuando el cansancio y el vino desatan las
lenguas. Un paseo simple y en buena compañía, en el que el autor quiere también
mostrar su disfrute no sólo del caminar en general, sino también de sus
múltiples lecturas, así como el sentir permanente de que toda escritura se
nutre de la de los otros y es de ley en todo texto reconocer esta deuda
jubilosa que alimenta a menudo la pluma del escritor. Por lo demás, son los
recuerdos los que van a desfilar por aquí: impresiones, encuentros,
conversaciones a la vez esenciales e insignificantes; en una palabra, el sabor
del mundo(3).
Referencias
(1)
Junto al apellido del autor, se incluyen entre paréntesis el año de edición de
la obra y la página a la que se refiere cada cita. Puede encontrarse el título
concreto en la bibliografía situada al final de este libro. [Cuando existe
traducción al castellano, la fecha de publicación y la paginación corresponden a
la edición en español y el texto se reproduce íntegramente según la versión
citada. (N. del T.)]
(2)
«Bête comme ses pieds», tonto de remate. (N. del T.)
(3)
He retomado aquí
algunos de los análisis que desarrollé de otra forma en mi contribución al
volumen de la revista Autrement:
«La vie, la marche» (Rauch, 1997).
No hay comentarios:
Publicar un comentario